La vida no es sino un continuo fluir de paradojas

jueves, 19 de abril de 2018

ME ESTÁN VOLVIENDO AÚN MÁS LOCO

ME ESTÁN VOLVIENDO AÚN MÁS LOCO

He de confesar que tanto “martillo pilón” alrededor de la denominada “crisis catalana” me está sobrepasando, sobre todo por dos razones: no puedo rebatir todas las mentiras que se acumulan en los púlpitos de los conversos y no puedo soportar más el comportamiento de los fanáticos (esos que usan de la libertad de expresión para insultar, amenazar, menoscabar, vilipendiar, vengarse …) y que no admiten ni una palabra más alta que otra, ninguna es de su agrado. Tengo miedo, no ya de lo que hagan conmigo, que me importa poco para lo que me queda en el convento este, sino por los que están a mi lado, de no poder decir nada y ahogarme en la red de mentiras con la que tejen sus discursos.

Daño ya me han hecho todo, así que puede ser que me convierta en algo que siempre odié: en independentista, pero de todos los independentistas, pues me asisten los mismos argumentos que leo cada día en los apóstoles de la causa (perdón: “procès”).

Mientras, acumulo opiniones (de todos los signos) y como las “adictas” ya son cacareadas con megáfonos, manifestaciones, lazos y bufandas, pues me dedico más a las otras,  a las que intentan poner cordura.

Lo hago con tanto ahínco que a veces se me olvida recoger la autoría y he de pedir perdón por ello, pues hoy añadiré un texto que he de confesar que no sé quién lo escribió ni en que medio vio la luz. Espero que eso no me lleve a tribunal alguno, si que aún queda uno con tiempo y espacio para mí. Asumo el riesgo por el valor del texto que, ojalá, mueva a la reflexión:


“Los episodios que se suceden en torno a la crisis catalana encierran, casi todos ellos, aspectos que cuestionan o revisan el concepto mismo de democracia. La decisión de la Mesa del Parlament de querellarse contra el juez Pablo Llarena por prevaricación y la resolución del magistrado de impedir la personación  de Jordi Sànchez al trámite de su investidura serían dos de los hechos que, en este caso, ponen en primerísimo plano el problema de la independencia respectiva entre los poderes legislativo y judicial y la relación jerárquica que debieran mantener en situaciones de litigio. ¿Qué es lo democrático? o ¿qué es más democrático? son las preguntas que surgen a cada paso, sin que la polarización y el ruido dominantes permitan extraer alguna conclusión vinculante o, cuando menos, esclarecedora al respecto. 

El independentismo viene denunciando una España en regresión en términos de libertad; justificación sobrevenida de su afán por desconectarse del Estado constitucional. Por su parte, los autos judiciales extreman la calificación de los ilícitos en que hayan podido incurrir los líderes secesionistas; de tal manera que por esa vía la unidad del país alcanzaría un valor moral. Pero una vez que el espíritu crítico se ha dividido también en bandos, resulta imposible emplear siquiera un mismo lenguaje, hacer uso de unos mismos significantes con significados previamente convenidos. Porque, en suma, el debate sobre la democracia remite a una discusión en torno a la escala de valores que cada cual alberga.

En realidad no hacen falta muchos para vertebrar una cierta idea de en qué consiste o debiera consistir el sistema de libertades. Para empezar, sería suficiente con ejercitarse en torno a dos valores: el pluralismo y la legalidad. 
El reconocimiento de que una sociedad abierta es, esencialmente, plural no supone mucho en términos democráticos. Es habitual que la pluralidad se perciba como una fatalidad inexorable, más que como una manifestación de la libertad y de la riqueza cívica. Ocurre así sobre todo cuando la identidad atraviesa el campo de discusión y lo acapara. 
Según ­tales concepciones, la sociedad sería plural de partida, pero tendría que dejar de serlo de llegada. Basta con que tengan éxito las estrategias asimilacionistas que se apliquen para homogeneizar el aluvión y convertirlo en un magma. Todos los nacionalismos comparten esa visión, aunque difieran entre sí sobre cómo tratar la pluralidad. 
La propia idea del “derecho a decidir” surge de esa concepción de la pluralidad, porque emplaza a decantarla de manera reduccionista entre el sí y el no a la independencia. En su escala de valores, el soberanismo plebiscitario no contempla la hipótesis de que la libertad pudiera realizarse de manera más plena sin referéndum que con él. La democracia se basa, también, en una determinada escala de ­renuncias.
La legalidad es defendida como un valor absoluto y –lo que resulta preocupante– como una referencia unívoca en el discurso oficial que representaría al Estado constitucional. El independentismo, por su parte, se refiere a la legalidad como algo accesorio y por ello prescindible; porque, dependiendo de las circunstancias, puede ser un corsé o parecer útil.
A primera vista, la querella anunciada por la Mesa del Parlament de Catalunya contra el juez Pablo Llarena indicaría que los querellantes confían en la ley y en la justicia. Pero el compromiso no alcanza para tanto, porque se trata de un ardid para explotar las contradicciones del sistema o denunciarlo en su conjunto si la iniciativa no prosperase ni en cuanto a su admisión a trámite. La legalidad tampoco puede continuar siendo la casamata tras la que se guarecen los argumentos que secundan un sinfín de resoluciones; como la de suponer que si Jordi Sànchez fuera puesto en libertad podría volver a subirse a un jeep de la Guardia Civil para dirigirse a sus seguidores, y reiterarse así en el delito de rebelión imputado. Esa interpretación es legal, pero no es la única legalidad posible.
La crisis catalana está siendo una enorme trituradora de valores compartidos, sin que surjan otros nuevos y más tranquilizadores. Nadie que albergue buenas intenciones puede estar satisfecho por ello. La diatriba en torno a la tipificación fiscal de terrorismo de la actuación de los Comités de Defensa de la República es un ejemplo elocuente de lo que ocurre. Como el dedo que apunta a la Luna, el debate acabó banalizando el activismo no pacifista en el seno del independentismo. Porque se trataba de defender a los nuestros. Siempre es eso lo que socava la democracia.”


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